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Femeninas. Magda Donato en el Colegio Nacional de Sordomudos y Ciegos.

 

Artículo en el periódico El Imparcial,  6 de noviembre de 1917. 

 

Todos conocemos, a lo menos por fuera, este vasto edificio de ladrillos rojos situado cerca del Hipódromo;  todos hemos sentido un pequeño estremecimiento al pasar delante de su fachada y al pensar en la suma de horror que encierran sus paredes.

 

Hay “espíritus fuertes” que afirman que los ciegos o los sordomudos por accidente necesitan un par de años a lo sumo para aceptar su cambio de condición con la indiferencia más absoluta; en cuanto a los que lo son de nacimiento, esos son tan felices y despreocupados como cualquiera de nosotros.

 

“Más felices -añaden los espíritus afligidos de pesimismo romántico-; pues no ven o no oyen las tristezas y las fealdades de la vida.”

 

Mucho he sentido, al visitar el Colegio, no compartir estas opiniones que tan cómodamente liberan a los que las ostentan de un sentimiento siempre enojoso de compasión y de pena.

 

El ala derecha del edificio está reservada a los niños; en esta hora, las doce de la mañana, han terminado ya casi todas las clases, y los niños repasan solos sus lecciones.

 

Entro en una sala donde se oye un ruido monótono de voces que parecen salmodiar: una docena de muchachos estudian el solfeo; son ciegos. Cuando el portero me anuncia se levantan, pero sin ese barullo de chiquillos traviesos que se nota en las escuelas ordinarias a la entrada de una visita. Las caras permanecen serias: todos tienen los ojos cerrados. Me acerco a un niño y le ruego solfee un poco. Y empieza: su mano izquierda deja errar los dedos sobre los agujeros en relieve del papel, y la derecha bate la medida con un gesto rígido de autómata.

 

En otra sala, unos muchachos, ya mayores -el Asilo admite asilados de seis a veinte años-, se ejercitan en tocar la guitarra; uno de ellos toca para mí una piececita que parece un ejercicio; también éstos tienen los ojos cerrados y las caras serias.

En una tercer sala el portero me presenta un hombre que acaba de cumplir su tiempo y se ha quedado en calidad de profesor de Música. Accede amablemente a mi deseo de oírle y toca al piano un «Nocturno», de Chopin, y me voy convenciendo que, al contrario de lo que yo creía hasta hoy, la música de los ciegos es como sus ojos, sin expresión.

Un ancho pasillo nos conduce al taller de sillería; a lo largo del pasillo hay puertas con un ventanillo de cristal; un ruido de pianos nos ensordece; el portero empuja algunas puertas que cierran unas cabinas blancas en las que cabe estrictamente un piano y una silla, y delante de cada piano hay un ciego que toca tan abstraído y ensimismado que ninguno se mueve ni nota siquiera nuestra presencia.

 

El maestro del taller de sillería es un ciego de ojos abiertos. Me explica que, a pesar de todo lo que puedan aprender durante su estancia en el Asilo, la mayor parte de estos ciegos no tienen luego más recurso que la mendicidad.

 

-“Ellos lo saben-me dice-; saben que la palabra «protección es hueca, que la sociedad no se preocupa de ellos, que el único aprendizaje que les es útil es el de perder la vergüenza para llegar a vivir francamente de limosna, y todo esto les desanima. Necesitarían talleres en donde pudieran trabajar directamente para los particulares, porque su trabajo es tan perfecto como el de los videntes...  -y me enseñan como prueba algunas sillas de esmerada confección-, pero mucho más lenta. Una Sociedad, el Centro Instructivo y Protector de Ciegos, se ocupa de esto; pero su vida es lánguida y su ayuda poco eficaz. Se necesitarían muchas Sociedades, que se ocupasen de dar trabajo a los ciegos; se necesitaría, sobre todo, que la sociedad se acordase de ellos. Y no es que yo sea ingrato, yo aquí estoy bien; pero ¿y ellos? ¿Y mis discípulos, que trabajan con voluntad, pero sin fe, porque saben que al salir de aquí les espera fatalmente la vida horrible y vergonzosa del mendigo?

 

Algunos muchachos se han agrupado alrededor del maestro; le escuchan atentamente, sus caras entristecidas por las sombrías reflexiones que provocan en ellos estas desconsoladoras palabras.

 

En un pasillo me asomo a una ventana que da a un patio de recreo; hay en él una gran cantidad de muchachos que corren, juegan, se pegan, en un silencio en el que se destacan algunos gritos inarticulados; son los sordomudos.

 

Veo algunos más en el taller de modelado; todos me enseñan su obra en barro, haciéndome notar el parecido con el modelo; después de haber visto a los ciegas, éstos me parecen tener en su rostro una expresión muy tranquila y alegre. A medida que les muestro mi admiración con un apretón de manos, una sonrisa y una inclinación de cabeza, sus caras se iluminan de orgullo, y cuando salgo hacen todos un esfuerzo para articular claramente la palabra «adiós».

 

Después de haber visitado los dormitorios, bien ventilados, y las hermosas cocinas y haber probado la nutritiva comida del Asilo y su pan excelente, fabricado en tahona propia, atravieso el ancho vestíbulo para pasar al ala izquierda del edificio, reservada a las niñas.

 

En la clase de dibujo de las sordomudas, el profesor, un hombre bueno y amable, hace acercar a sus discípulas y les pide que hablen un poco conmigo; todas saben más o menos, pues abundan los cursos en que se enseña a hablar con espejos para la pronunciación labial; pero no quieren, les da vergüenza y sólo consienten en enseñarme sus dibujos. El profesor me explica que todas vienen de pueblecitos, y que, alegres y tranquilas en el Asilo, que es su verdadera casa, se entristecen al regresar con sus familias, entre gente extraña que no las entiende y las recibe como una carga,

Luego el portero me hace admirar la salita reservada a las pequeñas, tan alegre, con sus muñecas divertidas pintadas en la pared y sus objetos, entre los cuales reconozco algunos inspirados en el Método Montessori.

 

Junto a esta sala está el teatro, un verdadero teatro con telón, escena, combinación de luces, etc., y a cuya próxima función asistiré con verdadero interés.

 

La profesora de bordados me enseña delicadas labores hechas por sus alumnas, que al salir del Asilo se colocan casi todas de costureras, y lamenta que tal cantidad de labores se vaya amontonando en los armarios sin que nadir las vea ni que aprovechen a las que las hacen.

 

Estas clases tienen todas el aspecto alegre y trabajador de una escuela vulgar. En el Asilo las sordomudas son verdaderamente las felices; no tienen nada que ver con las ciegas, de los cuales su enfermedad les distancia por completo.

 

Cruzo algunos pasillos, donde algunas hermanas me saludan con una sonrisa dulce, y bajo a un patio de recreo. Aquí, en las niñas ciegas que se encuentran en él, está concentrado todo el horror del asilo.

 

El portero se acerca a una niña que, al oír voces extrañas, tiene un movimiento atroz e incierto, de miedo, no sabe dónde está el peligro ni donde está la salvación.

-No de asustes -le dice el portero- aquí hay una señorita que quiere ver lo que llevas en la mano.

 

Es una labor de ganchillo: me la deja coger, y a mis palabras de felicitación por su habilidad no contesta siquiera, temblorosa, desconfiada, con ganas tan sólo de alejarse.

Al subir del patio oigo a una niña que llama a otra: «¡Eugenia!», de pie, en medio del patio, sin saber a qué lado dirigir su voz; tiene los ojos abiertos; muy grandes, vidriosos, saltones y fijos. Eugenia la oye, y para venir hacia ella, para atravesar el patio entre algunos árboles, echa las manos hacia delante y comienza a andar, contorneando los árboles, que presiente antes de haberlos tocado. Ya cerca de su amiga, ésta también adelanta las manos, y durante un rato estas pequeñas manos de ciegas se buscan, sin encontrarse hasta que las dos niñas logran cogerse del brazo y pasean lentamente, muy serias, sin hablar.

 

Salgo del Asilo abriendo los ojos tanto como puedo, emborrachándome de «ver» y escuchando con una delicia odiosamente egoísta el ruido de los tranvías que pasan por la Castellana.

 

MAGDA DONATO

 

 

Artículo en el periódico El Imparcial,  16 de noviembre de 1917. 

 

 

En favor de los ciegos

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Srta, D. Magda Donato.

 

Distinguida señorita: Con mucho gusto hemos leído en el Centro Instructivo y Protector de Ciegos su artículo publicado en EL IMPARCIAL del día 6, uno más de los artículos que sobre estas fundamentales cuestiones de enseñanza y cultura viene usted dando a la publicidad.

 

Buen numero de ciegos, a los cuales se ha leído el trabajo de usted -entre ellos el maestro de sillería con quien usted habló en el Colegio Nacional de Sordomudos  y de Ciegos-, han sentido  vibrar su corazón y han humedecido sus yertos ojos por las lágrimas al oír lo que usted ha escrito.

 

Dejando para otra ocasión tratar de las impresiones por usted experimentadas en su visita al Colegio Nacional, solamente hoy, tomando base para ello de algo que en EL IMPARCIAL se ha publicado en el artículo en que me ocupo, he de hacer a usted un ruego en nombre de la Junta directiva del Centro Instructivo y Protector de Ciegos, y en nombre de los ciegos todos que en este Centro, que cuenta veintitrés años de existencia, reciben auxilio material y espiritual. Este ruego es el de suplicar a usted que nos honre visitándonos, y nosotros tendremos una muy grande satisfacción, demostrando a usted los beneficios que de la actuación del Centro reportan los ciegos de Madrid que de ella necesitan y a nosotros acuden.

 

¿Quién duda que el ideal es suprimir la mendicidad de los ciegos? Pero ese sueño -como sueño es suprimir la vida mendicante-  es solamente eso: un sueño.

 

En tanto, y sin que ofrezcamos como señuelo engañador cosas de imposible realización, este Centro, con las subvenciones que recibe, las cuotas de los socios protectores y las de los socios activos ha enjugado muchas lágrimas, ha dispensado no pocos beneficios con la nueva campaña que estamos iniciando ha de aumentar en lo posible el ya positivo el indiscutible benéfico influjo de su actividad. 

 

Honre esta Casa la señorita Magda Donato; acérquese a nosotros y contribuya con nosotros a la obra de despertar, con los medios de que dispone, avalorados con su talento, la caridad en favor de los ciegos y éstos la bendecirán.

 

Venga a esta Casa, y en ella verá lo fatigoso, lo arduo de nuestra labor, los resultados obtenidos y los propósitos realizables en lo porvenir que nos animan.

 

Si así lo hace, la Junta directiva se lo agradecerá, y seguramente de tal visita han de seguirse grandes beneficios para los ciegos y una ayuda poderosísima para nosotros.

 

-Manuel Pascual, presidente del Centro Instructivo y protector de Ciegos.

 

 

Yo he ido al Centro Instructivo y Protector de Ciegos; he ido con la intención de visitar su local de la calle de San Bernardo, número 68; enterarme de sus propósitos y resultados y repetir aquí cuanto hubiera visto; he ido pensando dedicar a la visita una hora y, habiendo llegado antes de las cuatro, a las ocho no había podido todavía arrancarme el ambiente que me rodeaba.

 

Me hubiera gustado permanecer tranquila y silenciosa entre todos estos ciegos, todos estos amigos; tuve que hacer un esfuerzo para recordar el objeto de mi visita y enterarme de los propósitos y resultados de la obra; pero no tardé en darme cuenta de la desproporción que existe entre unos y otros; de los propósitos son muy grandes y hermosos; los resultados materiales obtenidos, ínfimos, casi nulos.

 

El presidente del Centro, que tuvo la atención de dedicarme las amabilísimas palabras que encabezan este articulo, es ciego; es un hombre inteligente y culto, licenciado en Ciencias físico-matemáticas. Su secretorio, el señor Villarino, el único vidente de cuantos me rodeaban, emplea la mayor parte de su tiempo y de su actividad en secundarle en la prodigiosa labor merced a la cual no desespera de realizar su ideal: suprimir la mendicidad de los ciegos, procurándoles un medio más decoroso de ganarse la vida.

 

Esto ya hace tiempo que está realizado en el extranjero; en España -es increíble, es espantoso-, el ciego que no se resigna a morir de hambre y no tiene rentas, “ha de pedir limosna”.

 

Cierto es que hay oficios accesibles a los ciegos; puede decirse que casi todos los oficios les son accesibles; pero esto aquí se reduce a la teoría; nadie se ha preocupado todavía en España, por lo menos eficazmente, de llevar la teoría a la práctica, de establecer talleres para enseñar a los ciegos un oficio que les dé de qué comer; hasta ahora sólo se les socorre o con frases huecas y declamatorias sobre  ”la supresión de la mendicidad” o con algunos céntimos.

 

Estos céntimos no debemos considerarlos como una caridad, como una limosna, sino como una parte insignificante de la deuda que tenemos pendiente con los ciegos. Odio la idea esta de la limosna; el que la hace “sin dolor” es un farsante que adquiere a poco precio la tranquilidad de su conciencia poco escrupulosa. ¿No tenemos el «deber» de aliviar los horrores do la ceguera, a los cuales se añade el de la miseria, el de la mendicidad?

 

En el Centro Instructivo y Protector de Ciegos hay un taller de sillería en una pieza en donde, bajo la dirección de un maestro, ciego también, unos ciegos aprenden el oficio de sillero. Mediante los tres reales mensuales que pagan todos los socios, el Centro da a estos obreros, en caso de enfermedad, diez reales diarios durante un mes, Para su trabajo les proporciona la paja, pero no puede siquiera proporcionarles el junco por sobrepasar el precio de éste a los medios de la caja. Por ahora este es el principal resultado materialmente apreciable obtenido en veintitrés años de lucha.

 

Pero me equivoco: lo principal en el Centro son las clases de Música; este es el oficio más provechoso para un ciego, porque es el medio más seguro que puede tener para ganar su vida, es decir, para ejercer le mendicidad. El Centro presta instrumentos a los ciegos más pobres, y tiene profesores que les enseñan a tocar la guitarra, el violín, el piano o la mandolina. Se ha llegado aquí a esta suprema vergüenza: el aprendizaje establecido de la mendicidad.

 

El Centro recibe del Ayuntamiento una subvención anual de 750 pesetas, a las cuales se añaden 500 de la Casa Real, 3.000 de la Junta de Protección a la Infancia y 1.000 de la testamentaria de la señorita doña María de Hita. Esto es, un conjunto de 5.250 pesetas anuales; esta es la cantidad con que Madrid ayuda a su única obra protectora de ciegos.

Realmente, en tales circunstancias resulta algo difícil que el Sr. Villarino pueda realizar su hermoso propósito; pero el Sr. Villarino tiene actividad, voluntad y fe; tiene, sobre todo, ideas que acaso lleguen a atraer sobre su obra la atención del público, ya que las palabras de humanidad o de compasión suelen, a veces, resultar algo huecas. Proyecta conferencias y conciertos en el local de la calle de San Bernardo, y, sobre todo, la interesantísima representación de una obra teatral escrita por un ciego e interpretada por ciegos. Y realmente, la curiosidad y la distracción son buenos caminos para llegar al sentimiento.

 

Pero si los resultados materiales obtenidos por el Centro son vergonzosos para todos nosotros, en cambio los resultados morales, los que no necesitan ayuda ni del dinero de la compasión ajenos, esos son considerables.

 

En esta Casa, que es la de los ciegos, donde todo tiende a ellos y donde se encuentran entre ellos como extranjeros que tienen su colonia establecida en un país extraño; en esta Casa los ciegos se van acostumbrando a la idea de que la muerte de sus ojos no significa la muerte de todo el cuerpo. Aquí, lo mismo los socios sencillos como los socios protectores, encuentran libros que leen sus hábiles dedos, instrumentos de música que tocan o que oyen tocar. Pero esto es lo de menos, lo que significa más que todo en este viejo local es el compañerismo, el apoyo moral, la alegría.

 

Porque el Sr. Villarino con su inagotable y fuerte bondad sabe distraer a sus amigos los ciegos, sabe alejar de ellos las reflexiones sombrías, sabe animar las cotidianas reuniones de estos hombres, que van a buscar en un ambiente muy dulce, de fraternidad y de cariño, la distracción y el olvido, que les son tan necesarios.

 

 

MAGDA DONATO

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