Roma se desinteresó durante mucho tiempo por el desarrollo de las artes plásticas. El espíritu positivo de los romanos y las guerras interminables contra sus
vecinos contribuyeron a prolongar esta indiferencia durante los primeros siglos de su historia. El ciudadano romano, soldado y político, encontraba en el arte una actividad indigna de él que le
distraía de los deberes civiles y que iba en contra de los valores austeros romanos. No es de extrañar, por tanto, que las imágenes que podían contemplarse en Roma fueran obra de etruscos y
griegos.
Desde el siglo II a. C., sin embargo, justo cuando Roma poseyó la Magna Grecia, la Hélade y Asia Menor, nació entre las clases privilegiadas la fascinación por este
arte y la estatuaria propiamente romana. Los generales vencedores se apoderaron de numerosas estatuas de valor, que se apresuraron a mandar a Roma como botín de guerra. Las esculturas, expuestas
en el foro como trofeos, cambiaron de significado y se convirtieron en el testimonio del poder de Roma y empezaron a apreciarlas. A continuación llegaron en masa a la capital los artistas griegos
y los romanos ricos, "cautivados" ya por el gusto griego, les encargaron innumerables réplicas de obras maestras griegas y retratos de sus antepasados. Roma se convirtió en la continuadora de la
escultura helenística.
Rasgos propios de
la escultura romana.
Pese a la invasión de la escultura griega ésta no ahogó la profundas tendencias del temperamento romano, heredadas de su ascendencia etrusco-itálica, puesto
que:
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El trabajo de la arcilla no se abandonó.
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No se puso como finalidad representar la belleza y la armonía del cuerpo. El estudio del cuerpo tentó poco al artista romano y, en cambio, se complació en
convertir los pliegues pesados de la toga en felices efectos decorativos.
Expresivo detalle de los símbolos imperiales y de paludamento o manto en la cintura del Augusto de Prima Porta.
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Les interesó el realismo en el retrato. No sólo procuraron captar los minuciosos detalles realistas e individuales, sino también la voluntad moral de aquellos
que hicieron el Imperio.
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La estatua de culto tuvo menos importancia que en la Hélade. La mitología propiamente romana era pobre, y los romanos pasaron mucho tiempo sin hacer imágenes de
sus dioses. Con la introducción de divinidades extranjeras y la imitación del arte griego se desarrolló una estatuaria religiosa, pero poco original.
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El relieve, en cambio, fue su medio preferido porque vieron en él
las posibilidades propagandísticas. Sustituyeron las narraciones de los héroes y de los dioses de los griegos por la gloriosa historia de la Urbs.
El retrato funerario. El retrato
privado.
El retrato en Roma surgió del culto que se daba a los antepasados y a las glorias familiares. La costumbre etrusca de guardar en los atrios de las domus las
mascarillas de cera que perpetuaban los rasgos de sus antepasados (imagines maiorum), permitió a
las familias romanas pasarlos a la piedra en el momento que hubo artistas capacitados técnicamente. Algunos de estos retratos del siglo I a. C. impresionan porque reflejan con patetismo los
rasgos físicos particulares de cada persona, pero también los de la muerte puesto que las mascarillas se hacían sobre los cadáveres: ojos y mejillas hundidos, nariz afilada y pómulos
sobresalientes.
El retrato funerario se extenderá a los provincias. En el Museo Romano de Mérida tenemos excelentes ejemplos masculinos
y femeninos del primer siglo de nuestra era, que nos muestran a personajes muy reales.
El retrato político. Del retrato
republicano al retrato imperial.
La retratística romana era al principio esencialmente privada, mientras la griega solía representar a personajes famosos y tenía un carácter honorífico. Sin
embargo, hacia el final de la República se desarrolló el retrato de carácter público, que luego proliferó en el Imperio. Los personajes que disputan las guerras civiles de este últimos siglo
deben hacer propaganda de su persona ante sus seguidores en distintos lugares del Mediterráneo y la efigie cobra una gran importancia en el culto a la personalidad. Sila, Mario, Julio César, Pompeyo, Craso, Cicerón y un largo etcétera de
prohombres de Roma serán llevados a piedra o a bronce en estos momentos.
Los rostros de los primeros hombres de Roma no ocultan sus arrugas, ni su obesidad o su calvicie. Pompeyo y Julio César.
Durante la época de Augusto hubo un resurgimiento de los ideales
clásicos griegos en la escultura oficial y se abandonaron los austeros retratos del período republicano. La imagen del primer emperador sirve de modelo o prototipo a la de soberanos
posteriores.
El Augusto de
Prima Porta, copia en mármol de un original en bronce, guarda cierto paralelismo con el Doríforo de Policleto, sobre todo en el gesto. Si el Doríforo representa una belleza idealizada, la cabeza de Augusto refleja sus propios rasgos individuales, aunque embellecidos. Su expresión es serena y contenida. Su pose muestra una aire digno. El conjunto presenta una
postura más dinámica que el Doríforo, que transmite una sensación de mayor reposo. Es la imagen de un gobernante lleno de naturalidad y dignidad, con autoridad pero sin prepotencia.
Augusto de Prima Porta.
Augusto es representado arengando a sus tropas con una coraza (thoracata). Los relieves de la armadura ilustran las conquistas de la Galia y de Hispania y
todo su programa político, con reminiscencias del Ara Pacis. En la estatua original en bronce, Augusto llevaba el calzado propio de un jefe de ejército. Así pues, es de suponer que esta copia en mármol
sea póstuma, ya que los pies desnudos son prerrogativa de los mortales deificados. El delfín y el Cupido que está encima de él actúan de soporte y hace referencia al origen divino de la familia
Julia. Otro modelo repetido será el de Augusto como Pontifex Maximus (con el manto sobre la cabeza). En
otros emperadores del siglo I podemos ver la continuidad de modelos como el de pretor con el rollo de la ley en la mano y en pie o sedente sobre la silla curul (Tiberio); el semidesnudo como dios Júpiter (Claudio); o el ecuestre (Marco Aurelio). Los únicos cambios evolutivos se
manifiestan en los rasgos que con el tiempo volverán al realismo. También se apreciará la evolución en el peinado que, sobre todo, se rizará en el siglo II y III, alcanzando su complicación
máxima en el retrato femenino.
Desde el siglo III comienza la decadencia de la plástica romana que se acentúa y multiplica en el Bajo Imperio. Las representaciones e hacen gigantes, pero pierden
calidad y sobre todo ganan en esquematismo y en hieratismo, lo que entroncará con el arte bizantino.
Restos de la estatua colosal de Constantino, s. IV d. C.
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